Era un día como hoy, hace más de 50 años. Un débil rayo de luz entraba por las rendijas de las viejas contraventanas de madera. Mis pestañas estaban pegoteadas y no conseguía abrir los ojos. Tampoco lo intentaba demasiado. Estaba tapada hasta la nariz. Fuera de las mantas y del cobertor de lana debía hacer mucho frío. Chirriaban las ruedas y los ejes de los carros al pasar sobre el barro duro y helado de la calle. También se oían los saludos de la gente que iba y venía al pozo. Las mujeres a por el abastecimiento diario de agua. Los hombres a dar de beber al ganado.
¡Venga dormilona que te estamos esperando!
Un intenso olor a chocolate fué haciendo que tomara consciencia de donde estaba... Podía oir el vocerío de la planta baja. Me tiré de la cama y bajé corriendo en zapatillas y pijama. El agua helada de la palangana acabó por despertarme. Mojé el peine en el agua y ordené como pude mi pelo rebelde. Tuve que pasar por el zaguán repleto de familiares. En la glorieta mis primos, todos mayores que yo, ocupaban ya su lugar en torno a la mesa. Y en la cabecera estabas tú. Todo eran risas, bullicio, ir y venir de las tías con los bizcochos de soletilla, las galletas, y los dulces... Sobre el mantel, los pocillos para el chocolate y dos grandes jarras de leche. El frío intenso de la calle había empañado los cristales, y mis primos se habían entretenido en decorarlos... con grandes letras se leía ¡Felicidades abuela! y sus nombres... apenas quedaba sitio... añadí mi nombre a los suyos. A pesar de lo efímero del collage, nunca habrá tarjeta de felicitación en la que se deposite más cariño...
Te adorabamos abuela... aún hoy lo hacemos... algunos de nosotros seguimos desayunando chocolate este día, en tu memoria. Y nos llamamos a primera hora de la mañana... para recordarte.
¡Felicidades abuela!
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